Por: Dra. Alejandra Galindo
Es abril, son la 1:25 de la tarde y estoy llegando al trabajo. Ese edificio color beige que me recibe todas las tardes, muy diferente desde hace semanas. Desde que salí, voy pensando en entrar por la otra puerta e ir directo a cambiarme la ropa, los mismos pasos una y otra vez.
Hay que pasar por afuera del hospital para no entrar al área contaminada, al pasillo de pacientes, por eso camino por la banqueta, bajo el sol, saludo al guardia, parece siempre haber uno diferente. El día de hoy es un hombre de tez morena, tendrá unos 50 años, delgado, barba y cabellos más grises que el color castaño que se asoma desde algunas partes de su cabeza, usa cubrebocas, y no estoy segura si me sonríe, quizá sí.
Hay que cruzar el pasillo y detenerse en la oficina de urgencias para recibir el equipo, justo frente al área de los pacientes aislados, me dispongo a entrar al área de cambio, con la mochila llena, siempre preguntan qué traigo en ella, podrían encontrar un autobús entero si se asomaran ahí dentro. El aire acondicionado es un lujo que sólo se puede gozar en la oficina y los pasillos, una vez adentro no habrá más que calor. Hay que seguir el ritual aprendido desde hace semanas, un error, una abertura, un asomo de piel a través de la bata, un hilo suelto, son un riesgo de infección. Han pasado minutos desde que llegué, muchos, quizá ya pasan de las dos de la tarde, puedo sentir cierto gozo al vestirme, como si al terminar, todo cubierto, tuviera algún grado de superpoder que nadie puede ver, o del que nadie puede saber. Hago una última revisión antes de entrar para asegurarme que todo esté en su lugar, que puedo ver y respirar lo necesario, ya dentro no hay salida y no puedo volver a tocarme la cara o el traje para acomodarlo, no en horas. He procurado no comer ni tomar líquidos antes de entrar, lo he aprendido en el transcurso de los días, sería un error hacerlo. Recorro la cortina y puedo ver desde aquí la entrada al área de pacientes, grandes puertas de cristal templado, todo cerrado, y detrás de eso, un ambiente casi fúnebre.
Estoy adentro, “buenas tardes”, hay que gritar casi para que te escuchen alrededor, para que tu voz atraviese las mascarillas. Mis enfermeros también uniformados, algunos ya con los lentes empañados están preparados, bromeamos un poco con la situación, pero esperamos muy en el fondo no recibir ningún paciente. En esta área recién abierta hay sólo seis camas. Sabemos que esto apenas empieza. Está todo impecable, luces encendidas con una luz tenue, camas tendidas, ventiladores nuevos casi en cada cubículo, todo en orden: abastecidos con “lo necesario”.
Nos vamos acostumbrando a no tocarnos la cara, a limpiarnos las manos escondidas bajo un doble par de guantes que nos aprietan los dedos, nos vemos a los ojos, desde ahí se puede saber si te sonríen, y con sólo esa ventana hemos aprendido a distinguirnos, supongo que tomamos en cuenta otras cosas que nos caracterizan, desde reconocer la espalda de alguien, unos lentes, hasta la estatura, el porte de alguien a través del uniforme, el andar; aun así siempre trato de llevar mi nombre al frente para que puedan leerme y reconocerme. A veces hay gente nueva.
El tiempo aquí puede volverse confuso, pueden parecer horas y ser minutos, o todo lo contrario. Desde el otro lado de la puerta nos avisan que ha llegado una ambulancia y el paciente viene directo a nuestra área. El único aviso que nos dan es que parece tener mala oxigenación, por lo que fue trasladado desde un poblado cercano. Me pongo nerviosa. Se empieza a sentir más calor, da la sensación de poder respirar menos a través de la mascarilla, y los lentes empiezan a empañarse. Me digo a mí mismo que estoy lista para recibirlo, aunque en realidad no estoy segura. Los enfermeros empiezan a preparar y acercar en una mesa de metal. Escucho las ruedas acercarse y el material golpeando contra el metal. Se abren las puertas, y veo en el pasillo caminar hacia nosotros a Pedro, sesenta años, moreno, canoso y delgado. Es más alto que yo y viste un pantalón café y una playera a rayas que tendrá que retirarse una vez que esté dentro. Camina con su esposa a un lado. Imagino que si lo han traído caminando quizá no sea tan grave. Lo recibimos, lo hago pasar, le indicamos sentarse en la primera cama, me dirijo a su esposa desde la orilla de la puerta para decirle que es un área aislada y Pedro tiene que quedarse aquí con nosotros y ella deberá permanecer fuera, por el alto riesgo de contagio, hasta que podamos tener más información. Ella asiente. Camino hacia donde parece que ocurre todo. Me paro a un lado de la cama, y mientras le explicamos algunas cosas empiezo a interrogarlo. Hay que saber todo de él, su familia, viajes, contactos, días, fiebre. Ya sentado en la orilla de la cama puedo darme cuenta que está fatigado, respira rápido, pero se le ve tranquilo, le colocan el monitor y en unos segundos se puede ver la frecuencia del latido cardiaco, tiene taquicardia, su oxigenación es baja, muy baja. Me desanimo un poco entonces, pero trato de pensar que puede recuperarse, reviso en mi cabeza sus antecedentes, y pienso… “Tal vez”.
Una vez instalado en su cama, bajo las sábanas blancas y con la mascarilla de oxígeno puesta me dispongo a acercarme a Pedro, trato de ser explícita, quiero, y necesito ser muy clara.
Al otro lado de la cama el enfermero trata de adecuarse a esta nueva forma de tener que colocar un catéter, vistiendo todo el uniforme, en medio del calor, con los lentes escurriendo y los dedos un poco torpes, apenas le da para dar una mirada limpia por una orilla del lente y utiliza esa oportunidad diestramente.
—Pedro, probablemente te has contagiado y la infección está en tus pulmones, tu respiración es rápida y la oxigenación es muy baja, trataré de que mejores con el oxígeno a través de la mascarilla, vamos a tomar unas muestras de sangre, unas radiografías y veremos cómo progresas.
Puedo ver cómo pasa de incertidumbre a miedo, como se abren sus ojos, trata de preguntarme y quizá preguntarse también a sí mismo en dónde contrajo el virus.
—¿Me voy a morir?
Me alzo de hombros y suspiro largo. En mi cabeza se entrelazan los números de los artículos, factores de riesgo, escalas pronósticas, ¿cómo comparar los números y estadísticas; y extrapolar en este momento tan real?
Trato de ser exacta, si empeora habrá que sedarlo y conectarlo a un ventilador, y hasta el momento sabemos que en esas circunstancias muchos mueren, pero quizá en una rendija de esperanza habrá la posibilidad de que no lo requiera y de que podamos ir disminuyendo el oxígeno como en un juego, si mejora le damos vuelta hacia abajo, y si no mejora será hacia arriba.
Sigue haciendo preguntas, y cada vez me parece más angustiado, y cada vez le crecen más preguntas, le salen del pecho, de las manos, del miedo y la incertidumbre, trato de resolver todas sus dudas y tranquilizarlo.
—No quiero el ventilador, ¿puedo hablar con mi esposa?
Se me eriza la piel, parece todo más pesado que nunca, más difícil, más despacio, esto no es normal, no debería serlo.
Me dirijo hacia la ventana de cristal, justo al lado de las puertas, desde aquí podemos dar recados escritos a través de ellas, hago una seña hacia afuera para que se acerque alguien, he pedido en el papel traer a la esposa de Pedro.
Se acerca a la puerta, se ve más joven que Pedro, es bajita, con aspecto un tanto desorientado, me acerco un poco y le vuelvo a explicar lo mismo que he dicho a Pedro, se ve nerviosa y preocupada, junta sus manos y no deja de moverlas, la dejo asomarse por la puerta mientras Pedro desde su cama le dice que no quiere intubarse.
—Oye, ya me explicó el doctor, dice que mis pulmones están mal y que puede ser que necesite un ventilador, pero no lo quiero.
Desde adentro, parado entre Pedro y su esposa observo la escena, mientras se me revuelven las entrañas, me siento incapaz, es imposible no estar ahí, no presenciar lo temible y terrible que debe ser no poder saltar de la cama, abrazar a tu esposa, quizá una última vez, guardar su aroma, tocar su cabello y guardarlos en la memoria mientras esperas en cama. Se quedan así separados, por el aire, una franja, algo que les dice que a partir de ahí no pueden acercarse, ¿cómo te despides de alguien que está ahí, desde lejos, sin tocarse, tal vez para siempre?
—Te amo, gracias por todo, gracias por estar conmigo todos estos años, diles a los muchachos que los quiero, te amo, no te preocupes, te amo…
Me parece haberlo escuchado repetir “te amo” decenas de veces. Se aferra a las sábanas, su esposa sólo asiente, y pregunta si está seguro. Puedo ver una lágrima desde sus ojos, estoy aquí sin decir nada tampoco, también tratando de retener en mis ojos una lágrima. No me parece estar preparada para esto, y me pregunto si deberá ser así desde ahora. Doy una mirada a su esposa, ella da la vuelta y la veo irse por el pasillo hasta perderla de vista.
Regreso con Pedro, está quizá más angustiado que antes, yo lo estaría. Sigo intentando guardarme todo, fingir, porque debo acercarme a él. Siento la necesidad y el deber de ser quien le dé consuelo. Debo estar tranquila y completa. Le digo con voz firme, que por el momento, con el oxígeno alto podemos mantenerlo. Doy vueltas una y otra vez, y así pasa la tarde. Pregunto de cuando en cuando cómo se siente. Veo de reojo el monitor, un tanto ansioso, como si buscara una mejoría mágica de su salud en minutos, como si no fuera éste un asunto impredecible.
Ha llegado el momento de salir, el médico del siguiente turno está llegando. Me despido de Pedro, le deseo mejoría. Es momento de empezar el ritual para retirar el uniforme: un error, un paso antes, un descuido y podría enfermar también. Mientras me retiro todo, sigo pensando en Pedro, la escena, las palabras, el futuro, los pacientes que vengan, sus familias, la mía. Me dirijo a casa y no lo puedo evitar. En mi cabeza se repite un “te amo” y veo el rostro de Pedro, repaso la silueta de su esposa, “te amo”, “adiós”, esta vez no puedo contenerme. Me voy a dormir.
Llego al hospital nuevamente, parece todo tan pesado, me acerco al área y trato de asomarme por la ventana sin lograr ver nada a través del cristal templado, encuentro al médico que estuvo en el turno previo, en su uniforme azul, cansado, con el rostro vencido y la cara marcada por la mascarilla y los lentes, como si hubieran querido incrustarse a su nariz y su frente. Me observa de lejos y levanta los hombros. Ávido de respuestas, pregunto por los pacientes, por Pedro. Me da una negativa con la cabeza.
—El paciente que estaba en la cama uno se deterioró, lo intubé hace como dos horas. Me dice, como rendido.
Me dio escalofrío, sentí una pedrada en la cabeza. Volvieron a aparecer imágenes y frases del día anterior, le di mil vueltas. Vi abrirse la puerta del área aislada y alcancé a ver la cama vacía.
—Y entonces, ¿dónde está? — Pregunté.
—Fue trasladado a otro hospital.
*Esta crónica fue publicada originalmente en el libro Salud y literatura (Comp. Jesús Rito García), ed. Pharus, 2021.
** Dra. Alejandra Galindo, (1988) es originaria de San Juan del Río, Querétaro. Médico especialista en Medicina de Urgencias.